sábado, 18 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (III parte)


Proviene de:

http://elultimohabitantedetokland.blogspot.com.es/2013/05/de-entre-las-llamas-ii-parte.html


     Diego conocía desde hacía bastantes años a Lorenzo de Acuña. Su madre lo sabía, pero nunca habría podido pensar que tuviera tanta relación con él, y mucho menos que su hijo le admirase. Lorenzo de Acuña era el padre del que fuera su mejor amigo, Pedro de Acuña, fallecido un par de años antes por unas fiebres inoportunas que el médico principal de la villa no supo entender y atender. Consecuencia de aquella amistad, Diego había estado numerosísimas veces en el taller artesano del impresor, trabajador incansable, sobre todo desde el momento en que había enviudado, habiendo sido partícipe de los distintos trabajos de los que se componía la elaboración de un libro y de los que se necesitaban para la reparación de los mismos, aunque nunca había visto hacerlo con un libro quemado. Lorenzo, sin pensar en ningún momento en él como en un discípulo, le había explicado como desarrollaba estos trabajos, más que nada por tener alguien con él que hablar y entretenerse, sin pensar que el chico pudiera estar tan interesado en lo que le explicaba, no en vano, Diego nunca le hacía preguntas, sin embargo, su gran capacidad e inteligencia le permitieron retener cada uno de los pasos a pesar de no haber experimentado nunca con las herramientas.

     Durante los siguientes días, y todavía con la tristeza en el semblante por el recuerdo del artesano impresor, Diego leyó y releyó no pocas veces a escondidas aquel libro, lo que había quedado de él, que no era poco por otra parte, aunque había zonas desaparecidas ya fuera por la inexistencia de papel ya fuera por estar ennegrecido. Imaginó que cosas se podía decir allí en función de lo que se decía anterior y posteriormente y pensó que además de recuperar lo puramente físico del libro, no estaría mal recuperar lo espiritual, es decir, lo escrito, por lo que decidió reescribir las partes perdidas con lo que él creía que allí se había escrito, aunque más bien sería con lo que a él le gustase que allí se hubiera dicho.


     La casa de Lorenzo de Acuña había quedado abandonada tras la muerte de su dueño, por lo que a Diego no le resultó nada difícil acceder a ella. Habían pasado ya algo más de dos meses, meses que el joven había dedicado a reinventar los restos de la historia anotándolo muy cuidadosamente en otros papeles lo que posteriormente acabaría en el libro, en el libro de un autor para él desconocido que a partir de aquel momento se convertiría también en su libro, y en el de Lorenzo.

     Durante las siguientes semanas procedió a llevar a cabo su plan, comenzando por el desmontaje del libro, por el desmontaje de la encuadernación. La cubierta era de piel lisa con una decoración que con el tiempo llamarían gótica-renacentista gofrada a base de hilos y pequeñas flores. Diego hizo el desmontaje en seco, tal y como había visto a Lorenzo, con la ayuda de una espátula fina. Tuvo especial cuidado con la piel del lomo y con las cinco tiras de refuerzo que llevaba este. Se notaba que había sido muy bien encolado. A continuación procedió con las guardas, salvaguardas y cuadernas. Se fijó en que estas estaban cosidas sobre cuatro nervios naturales dobles de una piel blanquecina y recordó que el maestro artesano lo había llamado costura a la española. Tras separar cada una de las cuadernas que componían el libro fue procediendo a separar una a una las diferentes hojas de las que estaban compuestas estas, hojas de papel verjurado, un papel de muy alta calidad.

     Una vez hecho, llegó el momento más temido por Diego, como reparar los daños del papel. No tenía ni idea. Había descartado varias ideas descabelladas como realizar añadidos exactos a las formas dañadas o pegar un papel fino, nuevamente impreso por una de sus caras para escribir solamente lo que iba a ser su aportación en la otra cara. Entonces se le ocurrió que Lorenzo debía tener guardado en algún sitio papel de similar condición, puesto que el Santo Oficio solamente se había llevado los libros de la casa dejando el taller tal cual lo había dejado el impresor la última vez que había estado allí. No le resultó nada difícil encontrarlo. Lorenzo tenía abundante papel, de diferentes tipos y tamaños. Diego lo vio claro, sustituiría enteras cada una de las hojas dañadas, imprimiéndolas de nuevo tal cual estaban escritas pero añadiendo su aportación. Comprobó cual era el que más se ajustaba al del libro desmontado. Había dos tipos bastante parecidos y no le quedaba del todo claro cuál era el que había utilizado, pues el calor del fuego de alguna manera había cambiado sus características físicas. Finalmente se decidió por uno de los dos. A partir de ese momento tendría que practicar con la imprenta.

     Trató de ser fiel a lo que recordaba haber visto a Lorenzo de Acuña, pero no le resultó nada fácil. Probó los diferentes tipos móviles de letras que tenía el impresor hasta que consiguió dar con las mismas con las que había sido impreso aquel libro. La práctica le llevó varios días, pero después de un tiempo consideró estar preparado. Había llegado el momento de elaborar cada una de las páginas que acompañarían a las que se habían salvado.


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