sábado, 11 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (II parte)


Proviene de:

http://elultimohabitantedetokland.blogspot.com.es/2013/05/de-entre-las-llamas-i-parte.html  


     Diego, obligado a asistir a aquel cruel espectáculo, vio como sus vecinos poco a poco se fueron retirando a sus hogares. Viendo el silencio con el que se retiraban, tan distinto del bullicio de los primeros instantes, dudó de si verdaderamente habían disfrutado o finalmente habían sentido compasión por aquel pobre demonio al que él secretamente admiraba. Cuando su madre se retiró el le pidió quedarse un rato más con el resto de chavales de su edad, que serían los últimos en hacerlo. Para entonces las autoridades de la villa y los eclesiásticos estarían ya dando cuenta de buenos manjares en sus mesas como si aquel día hubiese sido uno más.


     No jugó en ningún momento con aquellos críos, él se limitó, primeramente a seguir mirando los restos de lo que antes había sido una persona y posteriormente a pisotear los residuos calcinados, todavía calientes, de los libros allí perdidos para el olvido. Mientras pateaba aquellos restos observó como uno de los libros, no sabía exactamente por qué razón, aunque pensó que la arena tendría algo que ver, aun habiendo quedado dañado en consideración había resistido a su completa desaparición. Aprovechó que el resto de los chavales andaban distraídos jugando para disimuladamente guardárselo y subir rápidamente a casa sin decir ni siquiera adiós.

     Diego subió rápido las escaleras hasta su cuarto sin detenerse a saludar a su madre que se encontraba cocinando en el hogar, en la chimenea. Había dos razones para ello, la primera es que se estaba quemando, pues aunque el libro no se había calcinado más que en algunas zonas, conservaba mucho calor; la segunda es que tenía que esconderlo inmediatamente para que nadie, ni siquiera su madre, pudiera verlo, ya que en caso contrario, aquello les podría traer muchos problemas en el futuro, a él y al resto de la familia, incluidos los que no vivían con él.

     Esperó a que su madre se fuera a dormir para volver a encender su candil y volver a sacar el libro escondido y comprobar más detalladamente los daños del mismo. Tenían solución, sabía que tenían solución, por lo que pronto comenzó a idear un plan. Pensó que aquel libro no se había salvado por casualidad. Aquel libro tenía que sobrevivir, aunque solo fuera por Lorenzo.


     Diego conocía desde hacía bastantes años a Lorenzo de Acuña. Su madre lo sabía, pero nunca habría podido pensar que tuviera tanta relación con él, y mucho menos que su hijo le admirase. Lorenzo de Acuña era el padre del que fuera su mejor amigo, Pedro de Acuña, fallecido un par de años antes por unas fiebres inoportunas que el médico principal de la villa no supo entender y atender. Consecuencia de aquella amistad, Diego había estado numerosísimas veces en el taller artesano del impresor, trabajador incansable, sobre todo desde el momento en que había enviudado, habiendo sido partícipe de los distintos trabajos de los que se componía la elaboración de un libro y de los que se necesitaban para la reparación de los mismos, aunque nunca había visto hacerlo con un libro quemado. Lorenzo, sin pensar en ningún momento en él como en un discípulo, le había explicado como desarrollaba estos trabajos, más que nada por tener alguien con él que hablar y entretenerse, sin pensar que el chico pudiera estar tan interesado en lo que le explicaba, no en vano, Diego nunca le hacía preguntas, sin embargo, su gran capacidad e inteligencia le permitieron retener cada uno de los pasos a pesar de no haber experimentado nunca con las herramientas.

     Durante los siguientes días, y todavía con la tristeza en el semblante por el recuerdo del artesano impresor, Diego leyó y releyó no pocas veces a escondidas aquel libro, lo que había quedado de él, que no era poco por otra parte, aunque había zonas desaparecidas ya fuera por la inexistencia de papel ya fuera por estar ennegrecido. Imaginó que cosas se podía decir allí en función de lo que se decía anterior y posteriormente y pensó que además de recuperar lo puramente físico del libro, no estaría mal recuperar lo espiritual, es decir, lo escrito, por lo que decidió reescribir las partes perdidas con lo que él creía que allí se había escrito, aunque más bien sería con lo que a él le gustase que allí se hubiera dicho.



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