jueves, 4 de junio de 2015

ENMASCARADO (X). CAP. III: REINICIANDO





I


   El tren llegó como cada mañana con exquisita puntualidad. La pequeña estación de Guadalajara albergaba unas cuantas decenas de personas –trabajadores y estudiantes en su mayoría– que esperaban con ansiedad la llegada del convoy. Cuanto antes montasen antes dejarían de pasar el espantoso frio que hacía dentro de la sala de espera, casi tanto como el que hacía en el andén en aquel todavía oscuro y helador amanecer invernal de la capital alcarreña. Poco a poco se iba acostumbrando a aquella situación. Poco a poco se iba acostumbrando a viajar en transporte público. Atrás había quedado ya el tiempo en que continuamente y de un lado para otro se desplazaba con su elegante y confortable Touareg. Había decidido emprender una nueva vida y por el momento no quería saber de nada que le recordase la anterior. Dejó de residir en su fantástico apartamento de la capital de España para trasladarse a una acogedora casita individual cercana al Parque de la Concordia de la ciudad alcarreña. No había vuelto a subir a su apartamento desde aquél día en que a punto estuvo de quitarse la vida arrojándose al vacío desde el puente del rio Cofio. Entonces recordó que tan solo unos días antes allí había estado con aquella chica que a la postre había sido la gota que colmase el vaso en su ruptura con Itahisa, ¿cómo se llamaba?, Lorena creía recordar. Lloró. Lloró mucho pensando en lo que había estado a punto de hacer. Afortunadamente –pensaba– no había tenido el valor suficiente para hacerlo. Tras varias horas allí cerrado, mirando las paredes, saliendo a la terraza, paseando por aquel espacio diáfano, abriendo y cerrando el frigorífico sin tomar nunca nada de él, encendiendo y apagando el televisor, decidió, tal y como había pensado a lo largo del trayecto de vuelta, que lo mejor era comenzar de cero olvidándose de todo aquello que había conocido. 


[…] But through it all,
When there was doubt
I ate it up and spit it out
I faced it all and I stood tall
And did it my way […] [1]


   Pensó en marcharse lejos. Creyó que Barcelona o Valencia, alguna ciudad grande, podrían estar bien, pero sin saber realmente porqué montó en la estación más cercana del metro y se dejó llevar. Hizo varios trasbordos injustificados y en una de estas montó sin siquiera sacar billete en un tren de cercanías que terminó su recorrido en Guadalajara. Paseó durante varias horas con un andar impasible, en un estado indolente, sin ningún destino en concreto, tropezando en ocasiones con otros viandantes que le miraban extrañados. Cuando empezaba a caer la noche decidió albergarse en un hotel, el primero que encontró, sin tener en cuenta nada más. Pidió que le sirviesen la cena en su habitación y pronto se acostó. Tardó en dormirse. Los dos días siguientes fueron similares, paseos continuos, paseos reflexivos –a veces irreflexivos– paseos que determinaron ¡qué carajo!, que aquella ciudad podía ser perfecta para comenzar de nuevo. No necesitaba una gran capital para nada, ya tenía a poco más de una hora la gran capital por si esta no podía vivir sin él.

   El personal del hotel estaba extrañado con aquél cliente tan raro. Había tenido unos días en los que poco menos que parecía un muerto viviente y de repente se le volvió a ver vital, con un semblante en la cara desconocido hasta entonces para ellos. No había comunicado cuanto tiempo pensaba permanecer alojado en él y durante algún tiempo creyeron que el señor Blanes –como ellos le llamaban– podría ser uno de esos caraduras que de repente se marchaban del hotel sin pasar previamente por caja, por lo cual le tenían más que vigilado cada vez que salía. Nada más lejos de la realidad, pasadas algo más de dos semanas y como quién no quiere la cosa, un día de repente, comunicó que se marchaba pagando en efectivo sin solicitar siquiera factura. Había encontrado la casa perfecta para él en aquel momento de su vida. Nada más sabían de él, ni a qué se dedicaba, ni que hacía cada día cada vez que salía de allí. Nunca recibió visitas y tampoco solicitó el cada vez más inusual servicio de teléfono. Como casi todo el mundo hoy en día disponía de un móvil, un móvil que sonó en más de una ocasión por la recepción del hotel y al que Nico nunca prestó atención para extrañeza de René, el curioso recepcionista de amaneradas formas que hacía los turnos de tarde, y que tratando de ser amable –entre otros adjetivos a utilizar– en una ocasión le dijo sonriendo –te suena el móvil, no lo vas a coger– y ante la negativa de tan serio cliente, respondió –mejor, así puedo escuchar más tiempo el “My way” de Sinatra–. El comentario provocó una tímida sonrisa en Nico y un apasionado suspiro en René. 

   Pasados algo más de dos meses desde su estancia en Guadalajara, Nico consiguió un empleo. No le había resultado nada fácil, tal y como estaba la situación en esos momentos y tal y como se estaba poniendo de fea poco a poco. Lo había leído en un anuncio en el periódico y aunque para él tenía un claro inconveniente, volver a Madrid, necesitaba hacer algo y dejar de pensar en el pasado, aunque tuviera que volver allí, por lo que acabó aceptándolo. No le importaba tanto lo que tenía que hacer, ni siquiera el sueldo. Una cosa tenía clara, aunque resultase más pesado, seguiría viviendo en aquella tranquila ciudad que tanto le había gustado. 

....................

   Siendo fiel a su maniática costumbre montó en el mismo vagón y en el mismo asiento. Al parecer esto no era tan raro, pues casi siempre veía las mismas caras. Frente a él solía sentarse un joven inmigrante de color negro –probablemente subsahariano– siempre muy abrigado. Un currito más de los muchos que a diario viajaban hasta Madrid. En los asientos de enfrente eran tres estudiantes universitarios, dos chicos y una chica, que como casi todos los días se reían con las ocurrencias del más bajito de los chicos. Por delante de estos una bella joven a la que Nico en más de una ocasión había sorprendido mirándole fijamente. En ese sentido –se dijo– nada ha cambiado, aún sigo conservando todo mi atractivo para las mujeres. Algún día le diré algo, pero no por el momento. Sacó de su bandolera el libro que en esos momentos estaba leyendo. Se trataba de “Frank Sinatra, el álbum”, la obra de un para él desconocido autor, Charles Pignone, de la que había tenido conocimiento a través de la revista “Qué leer”. Le llamó la atención el título y la portada del mismo en el que se mostraba el rostro de un ya veterano Sinatra con su inseparable y elegante sombrero, razón suficiente para comprarlo. Era un libro de fotografías y de citas inéditas del propio Frank y de su gente más cercana. Disfrutaba leyendo sobre Sinatra y conociendo nuevos autores. Por un momento pensó cuánto le hubiese gustado ser un escritor de éxito y vivir de lo que para él era una auténtica pasión, los libros. Inmediatamente pensó que no, que no tenía la firmeza y la disciplina necesaria para escribir. Un extraño sonido, más bien un ruido, le interrumpió la lectura. Provenía de los asientos de al lado, donde estaban los jóvenes estudiantes. Uno de ellos, el más callado, el que tenía más cara de bobalicón, no paraba de agitar los dedos a una velocidad endiablada. Entre sus manos tenía un cubo de Rubik. Las pequeñas piezas de color amarillo, rojo, verde, blanco… eran movidas sin aparentemente ningún sentido, pero sentido tenían los movimientos porque en poco más de un minuto comprobó cómo el famoso puzle estaba resuelto. Como quien no quiere la cosa, el chaval lo volvió a deshacer a la misma velocidad con la que anteriormente lo había solucionado y volvió de nuevo a la carga. Poco más de un minuto después, vio como, de nuevo, cada cara del cubo era de un solo color. No pudo por menos de quedarse asombrado la tercera vez en que le vio completarlo, sobre todo porque los últimos movimientos –y no fueron ni uno, ni dos, ni tres– los hizo sin ni siquiera mirar al juguete –como haciendo un brindis al sol, con chulería– tal vez sabiendo que Nico, aunque procuraba disimular haciendo como que leía, le estaba mirando asombrado; no solo eso, sino que estaba controlando el tiempo que tardaba –un minuto y catorce segundos–. Él nunca se había visto capaz de solucionar ese maldito cubo, y lo más cerca que había estado de hacerlo es la vez que intentó despegar las pegatinas de las casillas para volverlas a colocar ordenadas, pero ni siquiera así, se rindió antes. Después de hacer más de una decena de paradas en las que los pasajeros ruidosamente subían y bajaban haciéndole nuevamente perder en más de una ocasión la concentración en la lectura, el tren hizo su llegada a la estación de Atocha, atestada a esas horas como todos los días de gente que iniciaba una nueva y monótona jornada laboral. Tan sólo quedaban un par de paradas para llegar a Nuevos Ministerios. Se dirigió hacia las escaleras mecánicas. Unos pasos por delante de él –como casi todos los días– se hallaba la enigmática chica que no le quitaba ojo desde Guadalajara. En apenas cinco minutos estaría en su oficina.




continuará...


[1] […] Pero al final, ante la duda, tragué mis palabras, también las dije, afronté los hechos y me mantuve intacto, y lo hice todo a mi manera […] “My way”. Frank Sinatra.

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