jueves, 1 de mayo de 2014

ANDENES PARA EL RECUERDO (II parte)



Proviene de:

http://elultimohabitantedetokland.blogspot.com.es/2014/04/andenes-para-el-recuerdo-i.html


     Un café sólo con hielo y un poleo menta nos acompañaban mientras charlábamos sentados en una de las muchas mesas de una vieja cafetería de San Felipe Neri, en el centro de la zona antigua de Cádiz. No era la primera vez que me llevaba a esa cafetería, y es que a los dos nos gustaba mucho ese toque antiguo que tenía el local con aquellos ladrillos viejos y las vigas de madera. No sé si a partir de estos momentos me volverá a gustar aquel garito. Seguíamos hablando de temas banales e intrascendentes a la vez que intercalábamos otros más importantes como habíamos estado haciendo en casa mientras Adrián estuvo con nosotros, pero ella no era la misma de casa y se la notaba intranquila. Ella lo sabía y yo también, algo importante me tenía que decir pero parecía no encontrar el momento, entonces fue cuando yo la interrumpí y le dije que me contase lo que me tenía que contar y que se dejase de rodeos. Clavó su mirada en mí y muy seria pero directa me lo dijo, -Ismael tengo cáncer, eres la primera persona a la que se lo digo, Adrián no sabe absolutamente nada-. Nunca le había visto con miedo, pero esa vez si que lo tenía. Después de una mirada de incredulidad ante sus lágrimas y de fundirnos en el abrazo más sentido que jamás haya notado me siguió contando como había sido todo.

     Las diez de la noche en punto, sin demora alguna el tren se ha puesto en marcha. Por la ventana veo como la estación de Salamanca se aleja rápidamente. En apenas dos horas estaré en la estación de Atocha para una hora después coger el AVE que me lleve hasta Sevilla. Cierto aire desangelado se percibe en el vagón casi vacío, tan sólo una pareja de abuelos en los asientos delanteros con su nieto dormido por el cansancio de lo que habrá sido una dura jornada de juegos y un chiquito negro enfrente mío dispuesto a leer un libro bastante grueso acompañado de un bolso también muy grande me acompañan en mi triste viaje. Dispuesto a hacer lo mismo que mi colega de viaje cojo la novela todavía más gruesa que llevo guardada en la bolsa de cuero marrón y después de quedarme mirando un poco la ilustración de la portada lo abro por la página que indica ese ridículo separador que me regalaron por el donativo estipulado de un euro para esa asociación a favor de no sé que leches.

     Apenas un par de minutos me hacen falta para darme cuenta que en este momento no puedo leer, así es que decido dejar a un lado el libro y sacar el álbum de fotos de nuevo. Paso las primeras fotos en las que aparezco yo siendo apenas un bebé, sólo en unas cuantas y con mis padres en otras. ¡Que barbaridad!, cuánto se parecían mamá y Jimena, no me había fijado hasta hoy, aunque supongo que será por las pocas veces que he querido ver este pequeño álbum. Sin embargo hay una foto a la que tengo un cariño enorme. Aquí está, Jimena, la más alta con un jersey verde claro detrás de Nuria y Carolina, como dos gotas de agua, cogiéndome en brazos. Hace ya casi dos años que no veo a Carolina, veinte meses para ser más exactos, desde que se marchó a Estados Unidos para dar clases de español en la Universidad de Harvard. A Nuria, sin embargo, aunque tampoco han sido muchas veces las que la he visto, si ha sido más frecuentemente, al fin y al cabo ella trabaja en Vigo y me he podido permitir algún viaje que otro. Gran forma de juntarnos de nuevo. Dieciséis años y de repente la vida le dio tres hijos a los que criar, dos niñas con apenas ocho años y un bebé de año y medio. Inmediatamente tuvo que dejar el trabajo en la fábrica a pesar de lo necesario que era entonces en casa aquel pequeño sueldo, ridículo incluso si pensamos en las horas que trabajaba para conseguirlo, pero no había más remedio, puesto que papá no podía dejar el suyo ya que era el sustento principal de la familia, aparte de que siempre había sido un verdadero zaleo para las cosas de la casa. Ahora que lo recuerdo, cuantas cosas aprendió con Jimena que no había conseguido con mi madre, aunque supongo que la necesidad y un poco más de voluntad fueron las verdaderas culpables.

     - Perdona, ¿Tienes fuego?

     Me quedé mirando al chico de color fijamente, no sé si por que estaba absorto en mis pensamientos o porque no esperaba que hablase un castellano tan perfecto.

     - Sí claro, aquí tienes, pero no se permite fumar.
     - Gracias, iré a fumar al aseo, supongo que el revisor tardará en pasar así es que me da tiempo, ¿oye, te encuentras bien?, me pareció verte un poco…
    - No, no lo estoy, pero no creo que puedas hacer nada por mí, vamos ni tú ni nadie. Muchas gracias por preocuparte de todas formas.
     - Siento mucho si te he molestado, sólo me preocupaba al verte así.
    - No, si no me has molestado, de verdad que te lo agradezco. Son cuestiones personales, gracias de verdad.
     - Está bien, de todos modos si necesitas algo…


      El doctor me ha dicho que se trata de un caso un tanto inusual, si bien dice que en la realidad es muy difícil catalogar los diferentes casos. Me ha explicado que es raro por la edad que tengo, al parecer los grupos de riesgo son siempre mujeres de más de cincuenta años y también por la fase en que se encuentra el tumor. Sabes, yo no entiendo mucho lo que me ha dicho sobre un estadio tres a o algo así parecido, lo que se es que lo que tengo en el pecho debe ser bastante importante y que no voy a tardar mucho en morirme.


     El doctor le hizo muchas preguntas acerca de cuando se había empezado a notar la marca en el pecho y si había tenido algún dolor, también le preguntó por los hábitos que tenía, Jimena le comentó que no había fumado en la vida y que ella siempre se había considerado con buena salud, no tomaba frecuentemente alcohol, sólo en ocasiones especiales cuando se celebraba algo en la familia y cosas así. También le dijo que comía bien, que llevaba una dieta normal, bastante equilibrada como después quedó reflejado cuando le hicieron todos aquellos análisis. No constituía en ningún caso un grupo de riesgo. El doctor le comentó que también existía la posibilidad de que el problema fuese genético y le preguntó que si en la familia había habido alguien que ya hubiese padecido la enfermedad. La respuesta de Jimena lógicamente fue negativa, pero ciertamente es algo que no podremos saber nunca, mamá había muerto con sólo treinta y nueve años en un accidente y en caso de que ella estuviese empezando a padecerlo sería casi indetectable, por no decir nada de la abuela Mercedes, ella murió de vieja pero antes ni se sabía lo que se sabe hoy ni se iba al médico así como así, los matasanos cuanto más lejos mejor decía ella. Tal vez haya sido la triste herencia de las dos, pero es algo de lo que no las podemos culpar; el caso es que Jimena lo padecía y ha acabado con ella. Sí le dijo el médico que uno de los factores de riesgo que en ella se cumplía era el de haber sido madre a una edad tardía, y es que al parecer tener el primer hijo por encima de los treinta años podía cuadriplicar el riesgo de padecerlo en comparación con otras mujeres que dan a luz en edades más tempranas y Jimena había tenido a Pablo con treinta y seis años. La verdad es que hoy en día tampoco es tan infrecuente el esperar si no hasta esa edad si hasta cerca de los treinta y lógicamente nadie se plantea el tener un hijo para tener menos posibilidades de sufrir una enfermedad. Todavía me acuerdo de la conversación tan larga que tuvimos en aquella cafetería, pero animar a una persona cuando acaba de recibir una noticia como esa es casi misión imposible, yo le decía que al menos no se había producido la temida metástasis y que tal vez el tratamiento que le habían puesto funcionase, es más creo que le dije que funcionaría seguro, pero ella insistía en que no lo haría. Era increíble como una persona que siempre había sido tan fuerte y optimista hubiese cambiado tan rápidamente, sólo decía que no tardaría en morir porque el doctor Giner le había dicho que parecía una manifestación muy agresiva. Al final, como siempre, ella es la que de los dos tuvo razón. Supongo que Dios necesitaba alguien bueno que pusiera un poco de orden por allí arriba.


     El tren seguía su camino como el cáncer lo había ido haciendo por el cuerpo de Jimena y también como el álbum de fotos de Ismael. Todos tenían que llegar a un final, a un destino concreto. Cada fotografía suponía nuevos recuerdos y en alguna ocasión, era alguna lágrima la que caía de los ojos, clavados fijamente, la que seguía su camino por la cara de Ismael hasta que topaba con la barba de cuatro días que solía llevar, ante la mirada insistente y desconcertada de su compañero africano que ya había vuelto de fumar proscritamente.


     Cada historia tiene su final me dijo en una ocasión Jimena, recuerda siempre esto, unas historias acaban antes y otras después, unas mejor y otras peor, las hay emocionantes y divertidas y también monótonas y tristes, pero todas tienen su final y lo único importante es que de todas debemos aprender porque todas son muy válidas. Parece mentira que ella dijera esto, son demasiadas casualidades ya, aquel libro que tanto le gustaba, esta filosofía suya y otras tantas de las que quizá me acabe acordando, supongo que la cuestión es que muchas veces nos acordamos de ciertas cosas sólo cuando hay otro asunto relacionado vagando por nuestra cabeza. Aquí está ella, Claudia, entre nosotros dos, agarrada de la cintura de su hasta entonces cuñada, aunque nunca nos casamos, y siempre buena amiga Jimena y del estúpido de Ismael. Todavía recuerdo aquella mañana en la que no sé como pero me levanté por la mañana y lo primero que hice fue coger un folio en blanco y escribir esa palabra en grande, estúpido, y pegarla en la puerta de mi dormitorio para que cada mañana cuando me levantase temprano recordase que lo era, que lo había sido por dejarla marchar. El folio por supuesto duró sólo unos días, precisamente hasta que mi hermana lo vio y me dijo esa frasecita. La única verdad es que Claudia era una chica maravillosa de la que estuve muy enamorado. Todavía lo estoy un poquito, y es que me prometí a mí mismo que haría lo posible por curarme el corazón pero también que debía dejarme una pequeña cicatriz para recordarla siempre. Claudia era una preciosidad, era esa mujer con la que casi todos los hombres sueñan, al menos en cuanto al físico se refiere, alta y delgada, morena de pelo y de piel, con el pelo ligeramente ondulado y los ojos también oscuros y unas curvas de impresión. Era una chica jovial y divertida aunque también tenía un poco de mala leche y sobre todo era un poco celosa. Fueron precisamente los celos los que dieron al traste con nuestra relación, si bien es cierto que fueron más o menos fundados y es que tuve una temporadita que yo salía demasiado por las noches y lo hacía sólo muy a menudo. Siempre fui bastante juerguista, me gustaba mucho la noche, salir con los amigos, tomar un par o tres de copas, nunca más, a veces mientras jugábamos al mus, otras veces cuando nos reuníamos en el Liverpool, el caso es que a raíz de comenzar la relación con ella fui saliendo cada vez menos, al menos sólo, pero llegó esa temporadita y comencé de nuevo a salir más veces sin ella. A todo esto se le sumó Rosa, una compañera de trabajo que vino trasladada desde la filial que la empresa tenía en Valencia. Entre ella y yo nunca pasó nada, o al menos no terminó de pasar, porque algún pasito si que dimos. Rosa fue la que entonces comenzó a tomar conmigo las copas en el Liverpool y no los colegas de toda la vida, también comenzó lo de acompañarla hasta su casa e incluso un día la besé pero de ahí no pasó, sin embargo Claudia se enteró y harta ya de mis salidas nocturnas, las que hacía de verdad con los amigos y de discusiones por ese tema decidió acabar con la relación y marcharse precisamente a Valencia, a la ciudad de la que había llegado Rosa y en la que ella había estado también unos cuantos años antes, para olvidar. De nada sirvieron las súplicas, por llamarlas de alguna manera de Jimena, quién siempre había sido muy buena amiga suya, y es que ella si que sabía que esa chica era la que realmente yo necesitaba, tal vez incluso más que yo, de hecho lo demostré, puesto que no seguí todos los consejos y todas las advertencias que ella me dio. El día del adiós definitivo, se despidió de mí entre lágrimas y aunque quedamos como amigos no hizo caso alguno a mis ruegos. Recuerdo que me dijo que probablemente yo pronto lo superaría y que sería precisamente a ella a quién le costase más. Nunca se equivocó tanto.

continuará...

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